Rigo, el camino de un campeón.

Contrario a lo que se cree, Rigoberto Urán no quedó campeón en la primera carrera que disputó. No arrasó con nadie en su debut oficial como ciclista, que no fue en Urrao sino en el municipio antioqueño de La Pintada, después de ingresar en marzo a la escuela Óscar de J Vargas. Y antes de que su padre muriera. Eso lo recuerda bien Jota Ele Laverde, un señor de pelo rojizo y ojos saltones que dice haber sido su primer entrenador. Rigo el camino de un campeón

Su taller de mecánica, conocido como Bicicletas Laverde, contiene los recuerdos biográficos más poderosos de Urán. Allí trabajan sus hijos César y Juan David, que corrieron junto a Rigo. Y en uno de los tres espacios del recinto, que huele a tiner y neumático nuevo, se apuesta la primera bicicleta en la vida de Rigoberto: una todoterreno que ahora le llega hasta los muslos y que tiene manubrio y rines rojos. Jota Ele es el biógrafo no autorizado, por eso interrumpe sus labores como mecánico, limpia el negro de sus manos con un trapo rojo y toma aire  para corroborar información. 

No es cierto, como se dice, que Rigo ganó la primera competencia que corrió. Fue diferente: su debut en la escuela Óscar de J Vargas fue un sábado en un chequeo, como le llaman a la carrera que disputan todos los alumnos para evaluar los avances del entrenamiento en la semana. Ese día, sobre la bicicleta que le había regalado su tío y con tenis inapropiados para pedalear, ganó una contrarreloj de tres kilómetros con un tiempo de tres minutos y 20 segundos. “Puede llegar a ser bueno”, le dijo Jota Ele Laverde al presidente Jorge Flórez Guzmán, acerca de ese niño rubio que debutaba ganando. Pero en competencia oficial, días después, el resultado fue diferente.

Carrera de la Pintada

En La Pintada, a cuatro horas de Urrao, con jueces, premiación y público, el escenario cambió. Se trataba de un encuentro departamental de academias del suroeste de Antioquia y algunas de Medellín. La escuela Óscar de J de Vargas entró en un dilema: no podían faltar, aunque el dinero escaseaba, así que decidieron organizar un bingo en una discoteca y recoger fondos.

Los niños debían promocionar el evento, los padres de los deportistas vender las fichas de 5.000 pesos y entre todos rifar un pernil de cerdo.

En una chiva se embarcaron ciclistas y padres de familia por una carretera de curvas y subidas que marearon a más de uno. Llevaron mercado, fiambres y carpas para quedarse a dormir en el Camping Farallones de La Pintada después de la carrera. Rigo, acompañado por su papá, no figuró entre los ganadores, pero disfrutó de la aventura, del sancocho de la noche y de las pilatunas con Juan David, que también era su compañero en el colegio.

Pero el resultado ciclístico era más bien una invitación a mejorar: sobre todo en las subidas. Las contrarrelojes y los descensos le sentaban bien, como demostró en su primer chequeo, pero la resistencia en los ascensos dejaba ver un déficit. Se fijó una primera meta: superar a Juan David, el hijo de Jota Ele y quien llevaba más tiempo entrenando. “Le tengo que ganar a Juancho”, se le escuchaba decir. Comenzó también a vivir para el ciclismo: se afeitó las piernas para ser aerodinámico y hasta empezó a pegar en sus cuadernos calcomanías de Miguel Induraín y Lance Armstrong.  

Entrenamiento y Disciplina

Salía del colegio y empezaba a entrenar a la 1:00 p.m., a veces preparaba sus pulmones en la piscina del colegio y la mayoría de tardes emprendía un viaje de varias horas a algunas zonas como la vereda El Chuscal para fortalecer las piernas. Antes de montarse, llenaba una caramañola con balines y la dejaba sobre el chasís de la bicicleta para sentirse pesado en las prácticas y, luego, más liviano en las competencias.

Todos los resultados los anotaba en un cuaderno. Fecha, hora, tiempo y posiciones si habían competido por diversión. Todos esos números los escribía en desorden, pues de alguien que llegaba al entrenamiento con medias y zapatos de diferente color no se podía esperar más. Su única prioridad era mejorar, pero ese proceso se interrumpió sin aviso el 4 de agosto de 2001, cuando su padre y guía fue asesinado después de ser obligado por paramilitares a robarse un ganado por el alto del Pionono.

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La tragedia en el camino

No lo dejaron seguir el camino que recorría todos los sábados en bicicleta y lo silenciaron cerca del puente amarillo de la vereda El Tigre, al frente de una quesera y cerca de un campesino que se escondió durante los disparos y luego salió de los arbustos para evitar que el cuerpo, tirado en la orilla del río Penderisco, fuera arrastrado por la corriente. Esa tragedia casi logra bajarle los brazos a Rigo. “Yo no soy nadie sin mi papá”, le escucharon decir los amigos que lo acompañaron al funeral.

Duró algunos días sin subirse en una bicicleta. Tal vez evitando recordar con melancolía a su padre o solo por esa depresión normal que causa perder a un ídolo. “Todavía no se anima a montar. No ha vuelto a los entrenamientos”, le decía Jota Ele Laverde a la junta y a los corredores de la escuela. Sus compañeros del colegio lo entusiasmaron a su modo, lo convencieron de que continuar sobre la bicicleta le rendía un homenaje a su padre.

Nadie habló de venganza, ni de resentimientos. La mejor forma de catarsis consistía en pedalear con rabia y al mismo tiempo con nostalgia.

El regreso de Rigo

El escenario de regreso fue la Clásica de Urrao en el puente festivo del 12 de octubre, casi dos meses después de que dijera sin consuelo que no sentía muchas más ganas de vivir. Pudo haber escuchado tanto sobre esa carrera anual, que decidió dejarse llevar. Tal vez leyó uno de los plegables que circularon, que tenía los avisos publicitarios del Supermercado San Remo, Granero la Macarena, Supermercado los 4 elefantes, prendería Penderisco y Quesera Guzmanes.

Tal vez escuchó que la junta directiva buscaba apoyo por todas partes para cubrir los ocho millones que costaba la carrera. Todo el pueblo se involucró los días previos y seguramente Rigo se contagió del entusiasmo colectivo. No tenía nada que perder. Y una vez se animó, reclamó su indumentaria: la camiseta blanca de mangas verdes y un letrero azul en la mitad que decía Helados Tonny. 

Rigo estaba de regreso con un cambio de actitud: más introvertido, más maduro y con un silencio malogrado por la tristeza. El día de la competencia decidió usar unas gafas ovaladas de lente negro y con marco blanco.

La Estrategia de Laverde

El plan se los explicó Jota Ele Laverde unos minutos antes de la carrera, que consistía en salir del pueblo y volver a la meta ubicada en la Plaza Principal. Con esa voz granulosa y paternal los llamó para decirles: “Ustedes me van a correr así, muchachos: Yeiner me ataca de primero, ‘Carriel’ de segundo, ‘Lechero’ de tercero y José Luis de pa’ bajo por la vereda San José. Si usté no rinde ataca Nicolás Castro, si usté no rinde ataca Juancho y si usté no rinde ataca Rigo. De todas formas, yo los acompaño en la moto. Ojo pues: estamos de locales”. Se acomodó su gorra blanca con visera verde, se subió la cremallera de la chaqueta azul oscuro y se montó en la moto para escoltarlos.

Todo se estaba cumpliendo como lo previó, pero lo más importante eran los últimos kilómetros y el ataque final de Rigo, que se mantuvo en la cabecera durante la carrera y llegaba su turno para escaparse del grupo. Jota Ele lo veía desde el lado izquierdo de la carretera y le gritó cuando pasaron por la vereda el Volcán, el punto de explosión. Rigo se enfiló, se abrió ligeramente del pelotón, miró a Jota Ele, se paró sobre sus pedales, le asentó la cabeza y le dijo con fuerza:

-¡Esto lo hago por mi papá!

Rigo

Ganando la carrera

Avanzó como si la potencia del pedaleo fuera su cura, le sacó unos 30 segundos a un moreno de Jericó que era candidato a ganar,. Pasó por la vereda Las Mañanitas y llegó a la plaza, donde lo esperaban su madre Aracely y su hermanita Martha. En medio del griterío, pasó con los brazos arriba y señalando el cielo, como dedicándole el triunfo a su padre. Se bajó de su bicicleta llorando y con los cachetes colorados, repartió abrazos y Jorge Flórez Guzmán, presidente del club, le cerró el paso con un teléfono inalámbrico para que hablara con Radio Ciudad Urrao.

Mientras concedía la primera entrevista de su vida, su tío Jesús Urán lloraba en una esquina de la plaza para que no lo vieran, al igual que Jota Ele. Los dos se secaban las lágrimas a escondidas para no demostrar sentimientos y para seguir con la reputación de rudos. Pero ambos reconocían el inmenso valor de un niño que desde ese día logró transformar el dolor más profundo de su vida en motivación.

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